El debate sobre la eutanasia llegó hace años a la política, concluyendo en algunos países en una legislación que permite y facilita los medios para morir por parte del Estado. Uno de estos países donde se han implantado leyes de suicidio asistido es Canadá. Sin embargo, tras una aplicación que ya levantó polémica en su día por las implicaciones morales que tiene, sólo ahora muchos están viendo una parte de los problemas que trae esta medida.

Recientemente han salido a la luz dos casos de ciudadanas canadienses que, ante su discapacidad física y la desatención recibida por las instituciones a lo largo de estos años, decidieron iniciar el proceso para recibir muerte asistida. Ambas tenían la misma enfermedad: sensibilidad química múltiple. Esta patología entraba dentro de la descripción que da la ley (artículo 241.2 del código penal canadiense) de condiciones para iniciar el procedimiento: enfermedad grave e irremediable en estado avanzado y que cause sufrimiento físico o psíquico intolerable. Sin embargo, bajo esta definición resulta fácil adivinar una gran cantidad de enfermedades, incluídas las mentales, que calificarían para aplicar la ley.

Sin abandonar el caso de estas dos mujeres, el otro denominador común fue la pobreza. Los cuidados que requería su enfermedad resultaban costosos y ambas expresaron su condición económica como una de las razones por las que no podían llevar una vida más “normal”. La puerta que se abre es tremendamente preocupante y muestra la realidad que se esconde tras esta ley. Enfermos pobres (entre otras personas) serán ayudados por el Estado a acabar con su vida.

Canadá mira hacia a otro lado mientras el debate lo localizan no en sí se debe dar la vuelta a esta nefasta situación, sino en si se debe ampliar a niños. Este paso hacia al abismo ya fue dado por Bélgica y Holanda, siendo por el momento rechazado en el país americano. En 2021, 10064 personas recibieron eutanasia en Canadá. Esto es, más que la diabetes, el parkinson o el alzheimer.