Esta semana ha sacudido a Latinoamérica la situación de Colombia. Después de suscritos los Acuerdos de la Habana con las FARC, en el plebiscito convocado por el gobierno se ha impuesto el “No”. De lo que entiendo desde México, la locura de la incertidumbre se cierne sobre el pueblo colombiano, pues existen muchas posturas encontradas: las FARC dicen que los acuerdos son vinculantes por haber sido suscritos, los promotores del “No” están buscando cómo llegar a un acuerdo, y los promotores del “Sí” buscan que prevalezca lo acordado sin sacrificar su frágil legitimidad política. Y ahora con el premio nobel de la paz al Presidente Santos, las cosas se ponen aún más interesantes.

Con este escrito no me propongo hacer referencia al contenido de los acuerdos, sino que quiero presentar una reflexión más profunda que tiene que ver con la justicia, el estado de derecho y, en última instancia, el bien común, todo en un mundo mucho anterior a los Acuerdos de la Habana. Y lo digo de corazón a los hermanos colombianos, pues no es un secreto para nadie que México también tiene problemas de “guerra” contra la delincuencia —¡hasta el Papa Francisco habló de la “mexicanización de Argentina” haciendo referencia al clima violento! (1)—.

Y es que veo la situación de México o de Colombia y no puedo evitar preguntarme en qué momento el gobierno y los ciudadanos abdicaron de su responsabilidad de hacer valer los acuerdos fundamentales que posibilitan la vida en sociedad. Cuándo fue que la corrupción de las personas y las instituciones llegaron al punto de transigir en aquello que siempre había sido no negociable por estar intrínsecamente unido a la forma en que se convivimos unos con otros.

Creo, para empezar, que se ha aceptado la falacia que la fuerza y la violencia son lo mismo, cuando existen diferencias sustanciales entre los dos términos. En efecto, la fuerza simplemente hace referencia a la capacidad de hacer algo a pesar de la voluntad de los demás, mientras que la violencia implica necesariamente la ira. Así, la fuerza es un elemento fundamental del derecho, pues a través de ella se hacen cumplir las normas jurídicas aunque las personas se nieguen a hacerlo. Esto tiene que ver con la convivencia pacífica que, de nuevo, no implica la inexistencia o el desuso de la fuerza.

Dicho todo lo anterior, cuando se culpa a los gobiernos por los muertos causados por el combate al crimen, me parece que es un sentimentalismo torpe e ingenuo. Aunque duelan las pérdidas humanas, no nos engañemos: los muertos los causan en primera instancia quienes deciden violentar las normas, quienes escogen sustentar su vida con métodos contrarios al bien común, quienes irracionalmente se erigen como jueces de lo que está bien o mal y no conservan el mínimo respeto por la convivencia o la vida de los demás. Y si hay alguien en el gobierno coludido con éstos, también deberá responder por ello. Pero el gobierno no puede nunca renunciar a su gravísima responsabilidad de hacer valer la ley y cuidar a los ciudadanos; y si no lo hace de la forma debida, debe reclamársele en el momento y en el juicio de la historia.

Reitero que escribo esto pensando en un mundo anterior a los Acuerdos de la Habana… Aunque estas reflexiones también tienen que ver con la forma en que conceptualizamos este “tratado”.

¿A qué quiero llegar con todo esto? A que el hombre tiene una sed de justicia que sólo será saciada cuando cada quien reciba aquello que le corresponde. Claro, la justicia humana está lejos de ser óptima (lo cual explica todos sus errores e incongruencias), pero es responsabilidad de todos —y en especial del Gobierno de los Estados— acercarla lo más posible a la perfección.

En este momento es más que nunca necesario recordar las palabras de San Juan Pablo II sobre la paz: “Que nadie se haga ilusiones de que la simple ausencia de guerra, aún siendo tan deseada, sea sinónimo de una paz duradera. No hay verdadera paz si no viene acompañada de equidad, verdad, justicia y solidaridad” (2).  Dicho de otra manera: es ilógico sacrificar la justicia verdadera en aras de una “paz” de papel, aún cuando exista un conflicto de más de medio siglo. Seguramente habrá que repensar los acuerdos entre el gobierno colombiano y las FARC a la luz de estas reflexiones.

(1) http://internacional.elpais.com/internacional/2015/02/23/actualidad/1424718244_507350.html

(2) https://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/messages/peace/documents/hf_jp-ii_mes_08121999_xxxiii-world-day-for-peace.html