A menudo no somos conscientes de la suerte con la que contamos los que residimos en países occidentales. No solo en lo referente a lo material (acceso a agua potable, electricidad o alimentos) sino en la prácticas más puramente sociales como la libertad de expresión o la libertad de culto.

En el mundo se estima que existen 2400 millones de cristianos de todas las congregaciones. Las recientes matanzas de feligreses en Nigeria y RD del Congo deberían ser un recordatorio para todos de que 1 de cada 7 cristianos, 360 millones, residen en países donde son perseguidos por su fe.

Sin embargo, esta noticia pasó sin pena ni gloria tanto por los medios tradicionales como por las redes sociales y por la sociedad en sí misma. Nadie se arrodilló al principio de los partidos de fútbol ni se guardó un minuto de silencio. Pocos fueron los que colocaron un lazo o una cruz en sus fotos de perfil o en sus biografías de Twitter. La sociedad occidental, cómoda desde su libertad, miró hacia otro lado porque ha asumido como normal estas desgracias.

La persecución a los ciudadanos cristianos no es algo que haya surgido de la noche a la mañana. Dictaduras militares y regímenes totalitarios llevan décadas discriminando y segregando. Que hayan comenzado a asesinar en tiempos más recientes es fruto de la inacción de todos nosotros.

“!Pero no tengo poder para parar una matanza en la otra punta del mundo!”

Es cierto, usted como individuo solitario no tiene poder. Pero esos 2040 millones de cristianos no perseguidos, gracias a que viven en democracias en su mayoría, pueden escoger a sus representantes y exigirles que tomen acción. Eso implica quizás renunciar a materias primas y energía barata, que sostienen nuestro elevado nivel de vida y esa sea seguramente la razón por la que no hacemos nada. Pero qué son 360 millones de personas perseguidas al lado de tener un móvil barato de última generación.