Durante este verano, mi hermanita de 9 años se convirtió en toda una experta en los Juegos Olímpicos. Cada día sabía qué eventos habría, quién competía por una medalla y las posiciones actuales en el medallero. Se le llenaban los ojos de emoción al ver a sus ídolas de nado sincronizado, clavados y gimnasia pero, en especial, a Simone Biles.

Esta gimnasta estadounidense acaparó los reflectores y conquistó al mundo con su gracia y habilidad. Con tan solo 1.42 mts de estatura (casi la estatura de la hermana en mención), es capaz de ejecutar ejercicios gimnásticos de alta dificultad y hasta crear movimientos nuevos dentro de las rutinas, como el ahora bautizado “Biles”. Estas habilidades la hicieron merecedora de 4 medallas de oro y otra más de bronce en estos últimos juegos olímpicos en Río de Janeiro.

Si bien podemos admirar mucho de ella como atleta, también podemos admirar su calidad humana. Biles nació de una madre con adicción a los narcóticos y en una situación económica bastante desfavorable, por lo que fue adoptada por sus abuelos, quienes le transmitieron la fe católica. En una entrevista para Us Weekly, Simone confesó que siempre carga consigo su rosario y lo reza con frecuencia cuando no está entrenando. Esta chica ha superado la adversidad y sobrepasado las expectativas que su complicada vida tenía de inicio, siempre manteniendo su fe en Cristo.

Me parece admirable que, estando en el ambiente deportivo, que no es precisamente famoso por ser el más conservador, esta atleta no tenga miedo de mostrar su fe y de hablar de ella. Me alienta y reconforta saber que, al ver competencias deportivas, mi hermana no solo admirará a grandes atletas cuyas vidas personales no son ejemplares, sino que también tendrá la oportunidad de inspirarse por figuras públicas que no se avergüenzan de reconocer a Dios en sus vidas.