Desde pequeños muchos sueñan con conocer París o Londres. Tomarse un café con vista a la Torre Eiffel o ver una famosa cabina telefónica inglesa. Pero para mí el sueño siempre se llamó “Roma y el Vaticano”. Cuando alguien que había ido de visita me contaba de su experiencia y de las emociones que le evocaba estar ahí, no podía más que imaginar si yo sentiría lo mismo cuando me llegase a suceder. El tan anhelado día llegó y pude estar ahí, en ese lugar y, en ese momento, donde todas las expectativas fueron superadas.

La experiencia fue un conjunto de emociones entre las que se encontraban las ansias por llegar, la preocupación de caminar una ciudad desconocida, el temor de que las expectativas no fueran cumplidas y la gratitud de tener por fin la oportunidad de estar ahí. Las emociones se fueron manifestando paulatinamente mientras caminaba desde el Castillo Sant’Angelo y la cúpula de la Basílica de San Pedro iba aumentando su tamaño ante mi mirada. Al encontrarme al fin entre los brazos cariñosos de la Madre María que significan las columnas laterales de la Basílica, pude entender a qué se referían los otros visitantes cuando decían que las palabras se quedan cortas para describir la sensación. La importancia de la explanada, la majestuosidad de las instalaciones y la sonrisa de los transeúntes me provocaron paz. Poco después regresó la algarabía al coordinar el ingreso a los Museos Vaticanos junto con un amigo que es seminarista en Roma y nuevos amigos que serían especiales desde entonces. Las distintas galerías y museos que conforman el conjunto, reúnen arte proveniente de distintos lugares y distintas épocas condenado a vivir en espacios reducidos y con cientos de otras obras distintas para las cuales ya no hay espacio suficiente por la cantidad de piezas que el Vaticano posee. Me puse a pensar que cualquiera de las esculturas ahí exhibidas es de importancia suficiente para que otro museo del mundo dedique el escaparate principal y adquiera renombre internacional por su posesión. Sin embargo en los Museos Vaticanos están destinadas a compartir el estante con otras más y en grupos de 30 o 40 por pasillo con otras de igual calibre, lo cual me parecía maravilloso. El tour siguió hasta la Capilla Sixtina, donde la maravilla que genera el verla fue únicamente maximizada por la gran explicación de mi amigo, quien me hizo comprender el significado detrás de los detalles manifestados en las pinturas de los muros y el techo. La magia continúo al estar al interior de la Basílica, compartiendo espacio con tantos santos del pasado y del futuro, ya fuera que estuvieran descansando en féretros o andando a pie recorriendo el magnífico templo sin saber a lo que están llamados.

Cereza en el pastel fueron los días siguientes en los que me dediqué a recorrer las pintorescas calles, a comer lo tradicional y a admirar los hermosos paisajes que el cielo, la tierra y el agua representan ahí.

La dicha es inmesurable e inexplicable pero posible de reducirse al agradecimiento a Dios por haberme permitido estar ahí.