Hoy escuchaba un conductor de radio —Luis Cárdenas López, de Noticias MVS— criticando una columna de S.E. el Cardenal Norberto Rivera, primado de México; y explicaba cómo, la postura de la Iglesia Católica sobre los matrimonios homosexuales es perversa, discriminatoria, promotora del odio. El comunicador (evidentemente molesto) señalaba que la Iglesia excluía a los divorciados y homosexuales y estaba dando patadas de ahogado para defender una visión anacrónica del mundo. Llegó el punto en que calificó a la columna como el inicio de los extremistas católicos, que serían iguales o peores que el Estado Islámico.

Dejando de lado el contenido de la columna (por más acertado o desafortunado que fuese), es claro que las palabras del conductor están fuera de lugar. Si bien podría decirse que algunas afirmaciones en el escrito del Cardenal no fueron apropiadas, hay un punto importante que se revela al analizar la reacción exagerada del comunicólogo: el debate presentado no es el que se está presentando intelectualmente. En efecto, los argumentos presentados por el Cardenal Rivera fueron abordados de manera tangencial, únicamente como un reflejo de la centralidad que tiene en su mente la maldad del prelado y la institución que representa. En este sentido, no existe ningún choque de ideas, sino solamente un frenético ataque contra quien piensa distinto.

El objetivo de este texto no es presentar a la Iglesia como la víctima de todas las injusticias habidas y por haber, sino señalar la visión más amplia de la racionalidad del debate que debe sustituir los insultos y la victimización. En efecto, el desvío del debate es una herramienta utilizada cotidianamente para debilitar las posturas contrarias (con frecuencia las eclesiales). Y que se use este método no es el problema (la honestidad intelectual no se puede forzar); lo que es verdaderamente preocupante es que parece que los cristianos no somos capaces de enfrentar estas situaciones de manera verdaderamente racional, sino que terminamos cayendo en provocaciones y explicando la diferencia entre un Cardenal y un Imán.

En este sentido, hay dos conclusiones que es fundamental explicar.

En primer lugar, los beneficios del verdadero debate de ideas. Muchas veces parece que tememos debatir aquellos temas escabrosos o que se consideran dogmáticos, como si esos dogmas fueran a tambalearse por confrontarlos con otras ideas. Parece que no tomamos en cuenta que cuando la verdad choca con argumentos se vuelve aún más fuerte y se descubre de manera más nítida su significado, beneficiando a todos al final. Claro, puede ser que la verdad no resplandezca por haber sido mal defendida… Y esto no es culpa de la verdad, sino de los cobardes y mediocres intelectuales que no fueron lo suficientemente buenos para presentarla al mundo. Vaya carga moral para todos los que se hacen llamar cristianos y están en posición de debatir su visión del mundo y su fe…

Esto conecta con la segunda conclusión. En efecto, los cristianos tienen la obligación de presentar y defender la verdad, so pena de cargar sobre sus espaldas con el hecho de saber que el triunfo (siempre temporal) de la mentira se debió a su pobre desempeño en el cumplimiento de la tarea encomendada. Pero tenemos que tomar en cuenta que estamos parados sobre miles de años de doctrina y estudio de las mentes más brillantes de la historia que respaldan racionalmente esta visión del mundo.

Siempre se ha buscado mover el eje del debate para evitar entrar verdaderamente en lo que sería un debate racional, y hoy esto es más que claro con tema del matrimonio. La obligación moral e intelectual es mantener la honestidad, centrando el choque de ideas en lo que efectivamente es y con las bases que nos han sido dadas por nuestros ancestros. Al final la verdad resplandecerá, pero nos toca a nosotros asegurarnos que así sea mientras estamos en esta tierra.