El lunes 26 de enero la iglesia de Rautjärvi, construida con madera en el siglo XIX ardió hasta los cimientos. El incendio comenzó en la puerta del edificio cuando más de una treintena de feligreses asistían a una misa. Los diferentes accesos habían sido bloqueados con cuerdas, cosa que confirma que estamos ante un nuevo ataque al cristianismo en suelo europeo. Por suerte, no ha habido víctimas mortales.
Otro ataque más
Este es un nuevo capítulo en la campaña contra el cristianismo que lleva años disputándose en suelo europeo. A los continuos agravios a la fe desde las propias instituciones europeas, se ha sumado una serie de actos de vandalismo contra iglesias y catedrales de alto valor ya no solo religioso sino artístico e histórico. Estamos frente a un patrón que ya ha mermado obras del patrimonio cultural de Canadá y Francia en los últimos años.
Un problema no tratado
Sin embargo, esta es la primera vez en Europa que se hace algo así con la intención de atacar no solo a la religión sino a las personas directamente. Lo preocupante no es solo que estos salvajes se envalentonen aún más, sino la inacción por parte de la sociedad, y consiguientemente de los políticos que ella escoge.
El letargo en el que estamos sumidos impide una respuesta unificada y una condena a esta clase de actos. En la red, reflejo más o menos fiel de la opinión colectiva, apenas hay alusiones al intento de masacre. En las principales redes sociales poco más allá de un par de publicaciones con poca interacción, mientras que sólo algunos periódicos generalistas han dedicado siquiera un artículo a comentar lo sucedido.
Error de planteamiento
Si hace unos meses comentaba la persecución que sufrían los cristianos en muchos países subdesarrollados y en vías de desarrollo, erré en no apuntillar las consecuencias de la inacción de los no perseguidos. La pasividad de Europa y Norteamérica no sólo deja abandonada a una parte enorme de la cristiandad sino que pone la soga al cuello del resto de la fé.